Siempre valoré los deseos de mis amigos y más cuando se trata de mi compañía. Tal vez por una cuestión de empatía, de entender cuando para alguien es importante la presencia del otro en determinados momentos del camino.
Por eso, cuando el más inquieto de mis amigos, me manifestó su deseo de que estuviera presente en el recital despedida de su banda, no dudé un segundo en hacerme presente, aunque eso implicara viajar 1.200 km, tarjetear pasajes, y organizarme en el trabajo para que me cubran unos días con los descuentos correspondientes. Simplemente decidí estar.
Siempre pensé que cuando las cosas tienen que suceder, sólo se dan, y así fue. Todo se acomodó como pensaba. Sin mayores inconvenientes, pude organizarme y emprender la aventura.
El viaje de ida fue asombrosamente tranquilo, más allá de la extraña sensación que me provocaba viajar sola después de tanto tiempo por todo un fin de semana, extrañando de manera exagerada a los que amo como si no los viera más. No era nada que alguno de mis discos preferidos y un buen libro no pudieran anestesiar.
El colectivo estaba libre de cualquier personaje particular de esos que se suelen encontrar en los viajes. El asiento individual me liberaba además de cualquier situación poco agradable, también habitual en esas ocasiones. El café estaba a punto, la comida -como siempre- era aceptable. Y las expectativas eran las mejores. Lo único malo, era la película, pero era algo predecible. La intensa lluvia durante todo el camino, alimentó mi sueño y me olvidé del mundo.
Tras 12 horas, llegué a destino justo a la hora estipulada. El clima fue la primera señal enviada. Un vendaval me recibió despeinándome de prepo. No podía entender bien cómo estaban todos abrigados con sus sacos de paño y yo llegando del mismísimo infierno misionero, recordando que en la valija había -con suerte- mi campera de cuero y una remera mangas largas entre tanta ropa de verano.
La mala cara del tiempo cambió en un instante cuando lo veo llegar al inquieto, después de un año exacto desde el último encuentro. Es increíble cómo a veces, acortamos las distancias estando en constante contacto, pero también cómo aguantamos tanto tiempo sin ver a quienes queremos.
Era momento de ponernos al día y al mismo tiempo, el reloj corría detrás nuestro, esa noche era su recital y había mucho por hacer, sobre todo teniendo en cuenta las distancias abismales de la gran ciudad.
De repente todo empezó a trabarse. Llegamos tarde. Eran cinco bandas en una misma fecha y la banda del inquieto no pudo probar sonido, ya había que arrancar. Tras tomar algunas cervezas mirando con pena a las primeras bandas, decidimos trasladarnos a un bar cercano para degustar algunas birras artesanales.
La hora otra vez nos pinchaba los tobillos, salimos corriendo ... "el show debía continuar" ... la alegría etílica nos rondaba las cabezas.
La velocidad con la que todo sucedió después, tal vez se vio alterada por el estado en el que nos encontrabamos, la ansiedad y el alchol pueden jugarte una mala pasada muchas veces.
Subieron a tocar. Me busqué un buen lugar desde donde podía tomar buenas imágenes de los chicos, mientras no dejaba de sorprenderme por las momias que formaban parte del público, distribuidas en algunas mesas. Y reforzaba mi pensamiento, no hay nada más desagradable que estar sentado en un recital ... de punk rock.
Un par de sillas volando por el aire y los infaltables disconformes pidiendo a gritos un tema de Flema. Seguridad sacando a uno de los revoltosos. Un sonido que no terminaba de convencer a los chicos sobre el escenario, mientras al público se los notaba más que entretenidos, aunque aún sentados.
Todo tuvo un final algo abrupto y poco feliz. Tal vez, esas malditas gigantes expectativas ajenas, que ahogadas en alcohol y alguna que otra sustancia, terminan por estrellarse contra la pared.
Las mías, seguían intactas pese a todo. Había viajado tanto, buscando diversión e intentando cubrir el deseo de compañía que me habían demandado que nada podía ser tan malo, 1.200 km más allá...
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